Cuento de Josep Maria Serra
Herminia estaba enfadada. Muy enfadada. Se había hecho a la idea que al llegar a casa después del colegio jugaría con Vanessa, la muñeca que le habían traído los Reyes. Le había llegado en una enorme caja de cartón que ella había guardado con cariño para que le sirviera de casa. Para ello había hecho unos preciosos dibujos en papeles de colores que había pegado a la caja. Le había quedado muy bonita.
Hermina pensaba a menudo que se lo pasaba mejor convirtiendo la caja de cartón en una casa que jugando con la muñeca. Ese día había tenido una gran idea para hacer un techo y una chimenea y por ello, cuando llegó a su casa y su madre le anunció que irían a mirar unos muebles, Herminia se enfadó, y mucho. Se enfadó pero poco más pudo hacer.
Herminia se abrochó el cinturón de seguridad. Su madre, que conducía, la miraba de vez en cuando por el retrovisor y sonreía para sus adentros viendo la cara de mal humor que ponía su hija. Aparcó sin haber oído ni una sola vez la voz de la niña.
Durante el camino Herminia estuvo haciendo proyectos en su libreta para la vivienda de Vanessa. Planeaba añadirle un módulo y para ello necesitaba otra caja de cartón grande.
Empezaron a andar por el pasillo: sofás, mesas, cocinas, baños, cuadros, lámparas… Herminia seguía con su cara de pocos amigos. No le interesaba nada, pero es que nada, lo que le rodeaba. Ella sólo pensaba en su caja de cartón y en cómo lo haría para convertirla en un auténtico y precioso hogar.
Su madre se paraba cada dos por tres e iba llenando el carro que había cogido. Que si unos cojines, que si un cuadro, que si unas bombillas, que si unos vasos… El carro cada vez estaba más lleno y Herminia cada vez más aburrida y enfadada. Ni tan solo la llegada a la zona de objetos infantiles logró hacerle cambiar de cara, a pesar que allí sí que miró de reojo unas muñecas. Pero como no quería dar su brazo a torcer siguió con el ceño fruncido.
De golpe la tienda se acabó y entraron en una especie de gigantesco almacén lleno de cajas. Lleno, pero que muy lleno. Hasta el techo había cajas de cartón y esto que el techo era alto como un rascacielos a ojos de la niña.
Herminia se mareó, le dio un vahído. “¡Cuántas cajas de cartón!”, le dijo a su madre abriendo la boca por primera vez desde que habían salido de casa. “¿Por qué no hemos entrado por aquí?”. A Herminia le parecía mucho más sugestivo el almacén lleno de cajas de cartón que la tienda. Le costaba respirar. Sin ella saberlo estaba sufriendo el Síndrome de Stendhal.
“¡Hemos de entregar rápido estas cajas!” gritó un chico a su lado con voz potente sacándole de su ensimismamiento y dándole un buen susto.
“¿Podemos comprar una caja?”, le dijo a su madre que ya se había dado cuenta que a su hija le ocurría algo. “Una caja no, pero lo que hay dentro sí, y no te preocupes que nos lo llevaremos a casa dentro de la caja de cartón para que esté bien protegido”, le contestó su madre. “¡Quiero ésta!” le dijo entusiasmada señalando una caja que le parecía ideal para su proyecto de ampliación de la casa de Vanessa.
La madre se pudo a reír con ganas. “Mira Herminia, ésta no, pero vamos a buscar la que contiene la mesita que vamos a comprar. Está en el pasillo 14. Ayúdame a buscarlo que yo me pierdo”.
Herminia estiró la cabeza y enseguida encontró el pasillo que le había dicho su madre. “¡Está allí, está allí!”, gritaba estirando con fuerza el carrito que intentaba controlar su madre. Llegaron al punto indicado y en cuanto vio la caja que iban a comprar, los ojos se le abrieron como naranjas. Era una caja de cartón maravillosa. Ahora el objetivo era volver a casa rápido, sacar lo que fuera que protegía la caja y empezar a ampliar la casa de su muñeca.
Durante todo el viaje Herminia no paró de hablar de lo que iba a construir con aquella caja de cartón. “¡Parece mentira lo que puede lograr una caja de cartón!”, pensaba la madre escuchándola.
Aquella noche Herminia soñó que construía toda una urbanización. Lo primero que pensó al despertarse es que iba a necesitar muchas cajas de cartón.